Por Tirsa Noemí Gutiérrez

Como seres imperfectos y falibles, es absolutamente natural sentir terror de la muerte por ser algo incierto, desconocido y fuera de nuestro control.

Aún conociendo de la vida eterna que nos espera junto al Padre celestial nos seguimos aferrando a esta vida por ser todo lo que conocemos pero además, porque aquí tenemos lo que más amamos.

Se trata de un instinto de supervivencia: reaccionamos con miedo ante el peligro inminente de morir porque buscamos proteger a los nuestros, de la vergüenza, del abandono, del dolor.

Jesús también sintió terror de la muerte. Sabía que debía cargar con los pecados del mundo y eso lo separaría de su Padre. Él también deseaba liberarse de esa horrible muerte de cruz, así como cada uno de nosotros preferiría no enfermar o no separarse de sus seres amados.

Jesús también se entristeció en extremo pues no volvería a comer con sus discípulos, no volverían a recostarse en su hombro, no volvería a llamarlos amigos. Ya no tendría más la satisfacción de enseñar a tanta gente reunida mientras les daba de comer.

Jesús siendo humano le dijo «no» a sus deseos, «no» a su voluntad, a fin de obtener un bien mayor, mucho mayor.

¡Él quería ser salvado! Pero tenía que cumplir un propósito y aún en su estado de ánimo devastado, solo pudo decir: «¡Padre, glorifica tu nombre!»

En medio de su sufrimiento solo le quedaba poder afrontarlo con entereza y fe.

Con todo y su angustia, Jesus prometió: «Aunque ustedes esten tristes, su tristeza se convertirá en alegría.»

Espero con ansias que ese día llegue. Será el día en que pueda verlo a los ojos, abrazarlo y mojar con mis lágrimas sus pies. Mi corazón se llenará de una alegría que nadie me podrá quitar.